-Cat...regresa.
Ven conmigo. ¿No te acuerdas de todo lo que hemos vivido? Vamos…ven…-Luk me
miraba, suplicante. –Vamos…
Le cerré la
puerta en las narices.
Cerré los ojos.
Harta. Estaba completamente harta de este culebrón patético que se había
convertido mi vida. Estaba bien con Rob, pero Luk acudía a mí cada dos por tres
suplicándome que volviera con él. Incluso, una vez, le había pegado una
bofetada, para ver si se cansaba al fin de mí. Pero volvió al día siguiente,
como si nada.
Sólo faltaba que
viniera con rosas y bombones, vestido con traje.
El timbre de la
casa estaba sonado. Obviamente, no podía ser Rob, y sus manías de entrar por
las ventanas de las casas. Era Luk.
-Y ahora,
¿qué?-espeté, abriendo la puerta.
Sus ojos azules
eran cada día más tristes.
-Yo… es que…
-Adiós.
La volví a
cerrar.
-¿Otra vez
Luk?-gritó mi madre desde la cocina, donde se pasaba la vida.
-Sí.
-¿Y cuando vendrá
Rob?
-¿Para que le
atosigues a preguntas otra vez? Prefiero que no venga, pobre.
Mi madre se asomó
por la puerta, con cara de fingida ofensa. Intenté sonreír, fracasando.
Subí a mi
habitación, me senté en mi silla. Allí ya había mi chocolate y El cielo está en cualquier lugar preparados.
Cogí el chocolate, le di un sorbo y empecé a leer.
Unos golpecitos
en el cristal de la ventana me hicieron sobresaltar, y casi derramar mi
chocolate.
-¿Qué manía
tienes tú con el chocolate y ese libro?-dijo Rob.
Sonreí. Tenía que
acostumbrarme a cerrar la ventana.
Saltó a mi
habitación, me arrancó el chocolate de las manos, lo probó, y dijo:
-Demasiado dulce.
Me reí.
-Nunca está de tu
gusto, por lo visto.
-No. Lo que me
gusta, es fastidiarte.
-Ya tienes
medalla de oro en eso.
Sonrió.
-No lo dudes. Es
todo un arte.
Me asomé por la
ventana.
-Tienes que
enseñarme cómo se hace.
-A tus órdenes.
Me cogió en
brazos, y mientras yo lanzaba exclamaciones y protestas, él me tiró por la
ventana.
Aterricé en el
césped con un quejido.
Me levanté a
duras penas, y miré hacia la ventana, donde podía ver su pelo rojo asomándose.
-¡Eres un bestia!
Me miré. Llevaba
una sudadera roja gastada que me iba grande, ahora llena de hojas y tierra, y
unos leggings negros hasta por debajo de la rodilla. Encima, iba descalza.
-¡Rob! ¡Tírame
mis Converse!-le grité.
-¡Allá van!-y las
lanzó.
Las cogí al vuelo
y me las puse, sin calcetines.
Rob aterrizó a mi
lado.
-¿Qué,
vamos?-dijo.
-¿Y mi madre?
Piensa que estoy en mi habitación.
Rob se encogió de
hombros.
-Está la ventana
abierta. Se entiende qué pasó.
Sonreí. Me
imaginé a mi madre al verlo, y me dio pena. Fui a la parte de delante de la
casa y llamé a la puerta. Escuché que alguien venía, y la puerta se abrió.
-¿Cat? ¿Cómo has
llegado hasta aquí?-dijo, sorprendida.
-Quería decirte
que voy a estar fuera un rato, ¿vale? ¡Hasta ahora!-di media vuelta y me fui.
Salí corriendo
por la carretera, y Rob me seguía. Llegamos a la biblioteca, y nos metimos
dentro.
-No me llenéis la
entrada de barro.-dijo la voz aburrida de la McGonagall.
Asentí, y llevé a
Rob al final del todo, donde había unas butacas. Me senté, y él se sentó en una
a mi lado.
-¿Por qué hemos
venido aquí?-susurró Rob.
-No sé, pensé que
la McGonagall se sentía muy sola.-sonreí, burlona.
-No creo que sea
eso precisamente…
-Ya lo sé. Odia
la presencia humana.
Rob se levantó de
un salto.
-Vámonos de aquí.
Conozco un sitio ideal para ti.
De repente, unas
imágenes me vinieron a la cabeza. Imágenes de un momento parecido, pero con una
persona diferente. Estaba con Luk, en una de las cafeterías del pueblo. Y me
dijo exactamente lo mismo, llevándome a la playa. Era de noche, y él insistía
en que me bañara, con todo y ropa. Al final, me empujó al agua, y cuando salí,
le empujé a él.
Una punzada de
dolor y tristeza familiar en el estómago. Me acordé de todas esas fotos que me
había hecho, y que colgaban de su habitación. Me acordé de todas esas veces que
había venido a mi casa, suplicándome perdón.
-Yo… no puedo.
-¿Qué?
-Rob…tengo que
irme.
Y salí corriendo
a través de la hilera de libros, pasé delante de la McGonagall, que me gritó
algo que no llegué a escuchar, salí a fuera, y corrí por la calle empapada
donde no había nadie para detenerme, y llegué a mi casa, donde subí por la
ventana. No quería ver a mi madre, que con una mirada adivinaría todo lo que
había pasado.
Me senté en la
silla al lado de la ventana, y probé el chocolate, ya frío.